martes, 31 de octubre de 2023

Crítica Cinéfila: The Fall of the House of Usher

Un narrador anónimo se acerca a la casa de Usher en un "día aburrido, oscuro y silencioso". Esta casa, propiedad de su amigo de la infancia, Roderick Usher, es sombría y misteriosa.



Imagínese si Succession no fuera un drama de prestigio sino una telenovela diurna/gótica y, por alguna razón, tuviese un episodio de Halloween. Ese es el tipo de tono que les espera con "The Fall of the House of Usher", la versión sangrienta, exagerada y muy entretenida de Edgar Allan Poe del director Mike Flanagan. Ésta no es una adaptación reverente de Poe; en cambio, es más una interpretación de sus temas de egoísmo y arrepentimiento, utilizados como base para una historia completamente inventada por el creativo del universo de "Haunting".

Durante sus años al servicio de Netflix, las aproximaciones de Mike Flanagan al material ajeno se han definido, en buena medida, por una única relación con los autores a los que revisa desde el presente sin necesidad de violar sus narrativas. Los rasgos de estilo ajenos se entreveran con los propios, haciendo de los textos resultantes experiencias donde el cineasta se espeja en los reflejos del pasado que cita, así como sus personajes al obcecarse en transmitir sus relatos, condicionando al espectador a que dictamine su fiabilidad. Con ello, también, nos permite reconocer la capacidad de entender a Flanagan como un autor rotundo y no como un replicante cinematográfico.

Flanagan siempre ha tenido un gran empeño por probar su excelencia, a través de esfuerzos progresivamente más enrevesados, pareciera denotar una necesidad de validación dentro de una estirpe de patrimonio incalculable. Aun cuando probar esa consanguinidad, si queremos llamarla así, acarree una pesada carga. La de exponerse uno mismo ante el juicio comparativo. Al enraizarse sobre otros, al deberles algo, invoca una maldición que condiciona su futuro: ¿puede Flanagan mantenerse por sí mismo? Quienes hayan visto Midnight Mass podrán responder convenientemente a tal cuestión. 

Esta disyuntiva entronca con las obras completas de Poe y sustenta la que en particular da título y sirve de marco a "The Fall of the House of Usher": La maldición familiar y la disolución del legado, las deudas del pasado que se cobran en el presente, el tormento de los muertos. Flanagan reaprovecha el cuento de 1839, basado en la existencia condenada de Roderick y Madeline, últimos vestigios de un blasón destinado a desaparecer sepultado bajo las ruinas del hogar familiar, para desarrollarlo, mediante analepsis, en sentido inverso. Aquí, esos dos últimos supervivientes del apellido Usher no son sus descendientes finales, sino al contrario quienes consignan la maldición y la dejan en herencia a sus hijos.

La dinastía Usher está muriendo. Al comenzar, Roderick Usher (Bruce Greenwood), jefe de un imperio farmacéutico multimillonario, está enterrando al último de sus seis hijos adultos. En el funeral escasamente poblado, los fantasmas devastados de los muertos, vistos sólo por Roderick, superan en número a los vivos. Poco después, exhausto por la tragedia y las visiones terribles, Usher se sienta con el investigador C. Auguste Dupin (Carl Lumbly) para contarle las historias de las extrañas y horribles muertes de su descendencia y su propia letanía de crímenes horribles.

Volvemos, pues, a la esencia de la filmografía de Flanagan, el juego de espejos latente ya desde Oculus. Solo que aquí el espejo del mal tiene la personalidad malévola, narcisista y megalomaníaca de Roderick reflejada en sus seis descendientes que parafrasean con sus actos los del padre. Estamos ante un relato omnisciente, conjugado con las perspectivas de cada personaje de la casa, siempre observados por una entidad superior inescapable, incorporada por una magnética Carla Gugino. Su rol, Verna (anagrama de Raven, es decir, el cuervo), se describe desde la sinopsis como un demonio multiforme causante de los sucesos extraños o inverosímiles que afronta cada miembro de la dinastía. Esta cualidad mefistofélica otorga una explicación sobrenatural unívoca al conflicto central de la serie, por más que la narración se envenene de los delirios solipsistas del protagonista, Roderick, actualizada su caracterización en la forma de un multimillonario farmacéutico aquejado de una demencia vascular avanzada. Su enajenación, por tanto, se elucida también en términos médicos precisos.

La sombría historia de cada hijo está ligeramente inspirada en una historia de Poe. Flanagan entrelaza sus vidas y sus muertes para que cada historia alimente a las demás, con la figura de Verna acechándolos a todos, poniendo a prueba su moralidad y encontrándolos deficientes. Está hecho de manera muy inteligente, lo que lo convierte en una epopeya cohesiva en lugar de una antología desconectada.

Destaca la reflexión sobre la inteligencia artificial, campo de trabajo de Madeleine (Mary McDonnell), desde un punto de vista espectral, por el interés en crear dobles artificiales del individuo que trascienden la muerte de este. Esto le permite a Flanagan concebir el transhumanismo como reencarnación del más allá, donde los fallecidos nunca alcanzan el descanso ni la paz, atormentando a los vivos sin reparo posible, a través de mensajes personalizados, de comunicaciones imposibles e insatisfactorias. Es decir, objetualizándolos. Es un equivocado mundo sin dolor, donde todo está al alcance, donde no hay más que contenido para consumir.

"The Fall of the House of Usher" significa la última producción de Flanagan dentro de Netflix, después de seis años (y seis proyectos, tantos como los hijos que engendró Roderick) antes de aliarse con Amazon Studios para desarrollar junto a su socio Trevor Macy nuevos productos televisivos destinados a Prime Video. Tal vez esa ruptura (el director, al fin y al cabo, solo cambia de patrón) magnifique también el carácter discursivo, político de la ficción. Los personajes reflexionan a viva voz sobre el estado del mundo, la lucha de clases, el feminismo y los techos de cristal, mientras la puesta en escena que a la vez organizan el propio Flanagan y su director de fotografía habitual, Michael Fimognari, procuran la ambientación lúgubre que se espera de un relato de Poe. De un relato de ellos mismos, con el que reivindicarse ante ese padre tiránico que simboliza la compañía, aunque sea incidiendo en sus propias señas de identidad, como esa fotografía atenuada, en clave baja.

Así, esta aproximación a la obra de Poe se acerca a otra que dos nobles del terror, George A. Romero y Dario Argento, urdieron en Los ojos del diablo, con sus respectivos segmentos a partir de "La verdad del caso del señor Valdemar" y "El gato negro". Con el primero comparte la noción política del terror, aunque se agradecería la capacidad sintética de aquel, y la concepción de los seis zombis que se le aparecen a Roderick, así como la reflexión sobre la facultad corruptora de la riqueza y el poder; con el segundo, el gusto por lo macabro y el componente arquitectónico del horror, aunque sin alcanzar la plasticidad. 

Después de cuatro series para Netflix, incluidas The Haunting Of Hill House y Midnight Mass, Flanagan realmente ha encontrado su ritmo de confianza. Es tan experto como siempre en crear un ambiente espeluznante, pero su forma de contar historias es más hábil que antes. Los proyectos anteriores han tenido un poco de sentimentalismo, pero Usher no se permite finales abrazados ni chicos buenos a quienes apoyar. En cambio, tiene la tarea más difícil de enfrentarse a personas aparentemente irredimibles, preguntándoles qué los trajo aquí y cómo se crean los monstruos. Las respuestas suelen ser interesantes y complicadas. Puede que los hijos no susciten mucha simpatía, pero (en su mayoría) sí se ganan cierta comprensión. Flanagan cuenta con un elenco compuesto por colaboradores habituales, todos ellos bien versados ​​en lo ridículo que es presentar sus actuaciones. Greenwood, quien anteriormente protagonizó la adaptación de Flanagan de Gerald's Game e intervino aquí después de que Frank Langella fuera despedido durante la producción, es excelente como el patriarca de la familia, tan carismático como terrible.

De ello, a la propia idea de la creación desentendida de lo humano. Durante la serie, los diferentes Usher justifican su desmedida ambición, aun siendo los espectadores sabedores de lo injustificable de sus actitudes. No hay posibilidad de elipsis y por ello de ambigüedad. La estructura de los episodios puede hacerse, por momentos, reiterativa, como si transitásemos por las mismas estancias sin tener claridad en la percepción del tiempo y el espacio. La representación del pasado, en todo caso, es menos interesante que su evocación en el presente. Pero esto se pudiese interpretar como el pasar de los tiempos: a mayor extensión, mejor consideración, o eso se estima, y más consumo. Es la coyuntura que impone el estudio con mano dura. Por ello mismo, sobresalen los segmentos donde se antepone la intensidad de las experiencias y el nerviosismo. Disfrútese así el bacanal de introducción que deja en Netflix un lecho espeso difícil de pisar, una vez Flanagan ya ha pasado por esa superficie. Escenas como esa, o como la que resuelve el corazón delator, proyectan la mejor versión de Flanagan como autor del horror, y por ende, donde la esencia de Poe trasluce eterna, inagotable.


miércoles, 25 de octubre de 2023

Crítica Cinéfila: El Método

Narra la historia de seis profesionales que llegan a una entrevista de trabajo en una visible empresa poderosa, los cinco están acompañados de un sexto, que es un infiltrado, y todos compiten por lograr la posición que, según se va develando, se trata de un puesto de poder en esta multinacional llegada al país.



Hacía mucho que David Maler venía dando indicadores de su estilo cinematográfico como director: una localización, un grupo pequeño de personajes con personalidades muy distintas, traumas y actitudes que van saliendo a flote y un final que evoque una alegoría al arte, la cultura y el choque social en un híbrido narrativo. "El Método" hace todo eso, y a su vez retoma la posiblidad de Maler como cineasta de autor. Pero también retoma la posibilidad de que él sigue siendo un cineasta inspirado de referencias internacionales.

"El Método" es la historia de seis aplicantes a un puesto gerencial en una reconocida empresa. No se sabe que tipo de producto o servicio brinda la empresa, pero por el estilo de la edificación, la sala de espera, el mismo salón de entrevistas y su excéntrico recepcionista, se da a entender que es una empresa posiblemente muy poderosa, y por cómo hablan los aplicantes de ella, al parecer muy prestigiosa en su área de mercado. 

Cuando los aplicantes, visiblemente distintos, se percatan que la entrevista es más bien una competencia de "quien es el mejor" donde ellos deben de realizar unos ejercicios en conjunto, como evaluarse y descartar los que consideren menos pertinentes, e incluso identificar a un posible topo entre ellos, la situación se va poniendo tensa cuando comienzan a sacar las uñas (o mejor dicho garras) por la sed de apoderarse de esta importante posición laboral.

Inspirada en la película española de 2005, esta versión trae consigo algunas sorpresas desde sus actores. Todos se adueñan en estos roles con actitudes casi contradictorias a lo que ya se ha visto de sus carreras. Se podría recorrer la mesa completa y se podría elogiar algo de cada uno, sobre todo de Dahiana Castro y Roger Wasserman quienes no dejan de sorprender en cada una de sus intervenciones, pero los que sobresalen más son Pepe Sierra como el desagradable Enrique, y Nashla Bogaert como la precavida Esther. Ambos dan una impresión inicial que los aterrizaba en arquetipos ya vistos, pero en la medida que la historia avanza, sus personajes se acomplejan y hasta parecería que se intercambian momentos dramáticos reactivos, llevándolos a un climax explosivo e inolvidable para cada uno. Si me preguntan quien creo es el o la protagonista, diría que es Esther, porque la historia incia con ella, pero así mismo, el personaje obliga a que uno empatice con su situación fuera de lo que ya esté pasando en el salón, recordándole a todos que, además de posibles talentos empresariales, no dejan de ser humanos.

Maler ya se autorefugió en dos aspectos que rescata de Cuarencena: el empleo de la división de la historia por capítulos o segmentos, y el uso de un único espacio o localización para narrar la historia completa. A diferencia de la original de El Método, en lugar de rejugar más con el escenario (más allá del salón de conferencias y el baño), rejuega más con la tensión entre los personajes, dando pequeños detalles a nivel de cámara de lo grande que es esta empresa y lo minúsculo que puede hacer sentir hasta al personaje más empoderado. 

El arte es otro gran tirano en esta trama, adueñándose de la atención de cualquiera que se detenga en la majestuosidad de la escenografía y la atención a la elegancia de los vestuarios y maquillajes, dando "ejecutivo" por cada vistazo. Incluso el personaje que podría salirse de lo formal por su actitud logra mantenerlo hasta que sea prudente, e insisto que sería hasta esto, porque las historias que encierran a personalidades como estas están destinadas a crear una bomba de tiempo interna donde sea un "todos contra todos" asesino, literal o metafóricamente.

Maler ya encontró su nicho. Los traumas que reflejan sus personajes y la pesadez del pasado individualista es lo que predomina en sus temas, y esta trama no es una excepción. También encontró la fórmula para evitar huecos narrativos o el abandono a la suerte de la audiencia de cualquier pregunta sin responder. Los capítulos se cierran, se marcan bien los destinos de todos los personajes y su final se siente como un momento agridulce bien alcanzado. 

Solo hay un pequeño problema con esta película, y es el hecho de que no se siente como una película dominicana. Desde los aspectos de la escenografía con lujos visualmente extranjeros hasta en la selección musical, parece ser en cualquier otro país, particularmente en alguno primermundista, y no en Dominicana. Quizás otros dirán que esto no es importante, pero sí importa si es una película que gana un festival local que celebra lo que ha sido "hecho en RD", provocando que las películas que son más folklóricas (aquellas que cuentan tramas locales que pueden empatizar con situaciones y públicos de fuera) pierdan momento, y a su vez volviendo a realzar como las referencias extranjeras siguen siendo preferidas contrario a las historias de adentro.

¿Esto es un detalle que afecta la película como lo que ha logrado ser? En realidad, no. "El Método" seguirá siendo una película bien lograda, bien contada y bien actuada. Independientemente de la impresión que deja en esta crítica, no deja de ser una película que resalta del montón y que a su vez vuelve a posicionar a David Maler como un director que sabe lo que quiere narrar y que lo demuestra en su filmografía.


lunes, 23 de octubre de 2023

Crítica Cinéfila: Killers of the Flower Moon

Cuando se descubre petróleo en la Oklahoma de los años 20, bajo las tierras de la nación Osage, sus pobladores son asesinados uno a uno hasta que el FBI interviene para resolver los crímenes.



Las tres horas y media de duración de "Killers of the Flower Moon" se siente como los mismos azotes en una controversial escena entre Robert De Niro y Leonardo DiCaprio; espero que quien haya aprobado esa duración haya recibido los azotes también. Podrías leer el libro de David Grann, sobre una audaz conspiración de la década de 1920 para robar recursos del pueblo Osage mediante el asesinato, en menos tiempo, y aprenderías mucho más sobre cómo J. Edgar Hoover y el recién formado FBI usaron este caso para establecer su lugar en la aplicación de la ley estadounidense.

Pero por supuesto, estamos hablando de la leyenda del cine Martin Scorsese, quien durante años ha peleado con los ejecutivos del estudio que le decían qué cortar, enfrentándose cara a cara con Harvey Weinstein en “Gangs of New York” (una película que probablemente hubiera sido mejor con más tiempo). Ahora se ha ganado el derecho de contar historias como mejor le parezca. El problema es que, con 206 minutos (todavía cuatro menos que “The Irishman”), “Killers of the Flower Moon” es más bien una miniserie. No hay nada de malo en eso, excepto que está destinado a la pantalla grande, donde Apple se comprometió a lanzarlo en cines antes que en su plataforma. Si se hubiese quedado en dos horas o quizás la reorganización emocional y de intención de la historia, “Killers” sería un éxito mayor en taquilla (y probablemente con esta crítica también), pero es muy probable que la mayoría de la gente esperará para verla en casa. Alguien debería decirle a nuestro querido Marty que controle sus cosas, y ahora ya no solo hablo del tiempo de duración.

Del mismo modo, debieron haberle hablado del factor tiempo-audiencia en sala antes de que comenzara a filmar, ya que el ritmo está incorporado en la totalidad de la trama y los proyectos de Scorsese no se comprimen bien después de su grabación por la soltura de la información. En su forma actual, “Killers” sigue siendo una historia real convincente, una historia que Scorsese y el coguionista Eric Roth iniciaron como una historia de resiliencia hacia la comunidad nativoamericana Osage, y que pasó de ser una típica historia de detectives sobre salvadores blancos a una mirada moralmente más espinosa sobre cómo los culpables blancos planearon y llevaron a cabo crímenes y asesinatos. Se sentirá como miel de abeja al principio de lo densa que es. Por momentos es fascinante, sobre todo en el principio, con la tensión palpable que se hace eco metódicamente en la partitura constante de Robbie Robertson. Pero sigue y sigue hasta que todos los que nos importan están muertos, agonizantes o tras las rejas, y aún queda casi una hora por delante.

Años antes, el gobierno de Estados Unidos había obligado a la tribu a renunciar a sus tierras ancestrales y trasladarse a tierras indeseables de Oklahoma, donde se enriqueció prácticamente de la noche a la mañana cuando se descubrió petróleo bajo sus terrenos. Una de las primeras escenas del descubrimiento del primer chorro recuerda a "There Will Be Blood": una escena moralmente con mirada indignada hacia la masacre en cámara lenta, que se atasca tanto en los detalles que pierde el hilo narrativo por largos minutos (para no decir por secuencias).

Scorsese habla de tiempos prósperos para el pueblo Osage, que se había convertido en el estadounidense más rico per cápita, gracias a las innumerables torres de perforación de petróleo que cubren sus tierras insulsas. Eso los convertía en objetivos obvios para ser explotados. Al principio, el director traza una línea directa entre los asesinatos de Osage y la masacre racial de Tulsa de 1921, a la que se hace referencia en noticieros antiguos: ambos casos en los que los supremacistas blancos no soportaban ver prosperar a personas de color, contando con un sistema legal sesgado para cubrir sus crímenes.

Pero esta no es la historia de un asesinato. Tomando una página de “Goodfellas”, Scorsese repasa media docena de muertes sospechosas desde el principio, descartadas sin investigación, incluido un “suicidio” en el que vemos a alguien dispararle a una mujer Osage en el pecho y luego reescenificar la escena colocando el arma en su mano. Ese es el clima en el que el personaje de DiCaprio, un veterano oportunista de la Primera Guerra Mundial llamado Ernest Burkhart, se muda a Fairfax, Oklahoma, donde pronto se encuentra participando en los asesinatos. La primera parada de Ernest al bajar del tren es la casa de su tío William “King” Hale, donde el ganadero con buenas conexiones (interpretado por De Niro) le da la bienvenida a la ciudad, contento de tener el chivo expiatorio perfecto.

Lo más fuerte es que Ernest no se está dando cuenta del asunto, pero el plan ya está en marcha. Para que funcione, King necesita que su sobrino se case con Mollie Kyle (Lily Gladstone), una mujer Osage que es demasiado inteligente para no reconocer a un buscador de oro, pero demasiado confiada para imaginar cuán siniestras pueden ser las intenciones de su pretendiente (o mejor dicho, la familia de su pretendiente, porque el pobre Ernest es solo una víctima). Casi de inmediato, sus familiares empiezan a morir por causas sospechosas. Una hermana sucumbe a una extraña "enfermedad debilitante", otra es descubierta con una herida de bala en la parte posterior de la cabeza y la tercera muere en una explosión tan grande que rompe todas las ventanas en un kilómetro y medio de cuadra.

No hay duda de que estos crímenes son desmedidos. Para que el público sienta repulsión, Scorsese nos arroja a la cara los cráneos ensangrentados de las víctimas, excepto que sabe muy bien que el público anhela “golpes”. De una manera que parece casi estratégica, dado el tiempo de ejecución, los asesinatos se convierten perversamente en algo que esperar, llevando a los espectadores a través de largos tramos secos de drama hasta la siguiente ejecución horrible. Con cada muerte, las fortunas de la familia fluyen hacia Mollie, cuyos derechos pueden pasar legalmente a su marido, si ella así lo alega, todo como King había previsto.

Al reducir a la mayoría de los Osage a extras glorificados, es un clásico de Scorsese presentar este caso desde la perspectiva de los criminales, de la misma manera que “Casino” siguió las raíces de Las Vegas como paraíso de los gangsters. El cineasta siempre ha mostrado fascinación por la corrupción, la violencia y los negocios clandestinos, y el libro de Grann ofrece todo eso, además de un desafío intrigante para el productor DiCaprio, quien frunce el ceño en ingenuidad (y aparente retraso mental) durante la mayor parte de la película. Mientras tanto, Gladstone es tan comprensiva con Mollie que nos estremecemos cuando Ernest la envenena lentamente con insulina contaminada. DiCaprio nunca ha llegado tan lejos hacia el lado oscuro, desafiándonos a seguirlo mientras Ernest se abre camino a través de un frío complot al estilo "Gaslight" para robar la fortuna de su esposa. Sin duda alguna, las actuaciones son el gran entretenimiento de esta historia.

La ambivalencia del país hacia los nativos facilita su trabajo y, sin empantanarse en el contexto, “Killers” ilustra algunas de las formas en que el sistema fue diseñado para defraudarlos, como certificar a varios osage como “incompetentes”, de modo que los hombres blancos serán asignados para administrar sus fondos fiduciarios. Otros cobran a los nativos precios escandalosos o contratan pólizas de seguro para cubrir sus deudas, como King hace con Henry Roan (William Belleau) antes de liquidarlo. King, políticamente bien conectado, tenía a las autoridades en el bolsillo y el valor para llevar a cabo una buena parte de sus intrigas al aire libre. En lugar de telegrafiar su duplicidad, De Niro recurre al encanto, sirviendo como una especie de figura de padrino para todos en Fairfax, aunque las acciones de King sugieren que cada línea podría pronunciarse con los dedos cruzados a sus espaldas.

La forma obvia de contar esta historia (la que Grann tomó para su libro) sería como una investigación criminal. Pero la película causa una impresión más fuerte al pedir al público que se identifique con los asesinos, al tiempo que muestra cómo esta conspiración afectó a la Nación Osage. En un par de ocasiones, Scorsese nos lleva a las reuniones del consejo tribal, donde los portavoces nativos se quejan de que a nadie le importan los asesinatos entre ellos. Si quieren que se investiguen las muertes, tendrán que pagarlas ellos mismos. Cuando finalmente envían a un representante a Washington, DC, para dirigirse a la oficina de Asuntos Indígenas, ese hombre termina asesinado a golpes en una zanja. Y cuando Hoover envía a un ex Ranger de Texas, Tom White (Jesse Plemons), Ernest y King apenas le dedican la hora del día.

White finalmente resolvió el caso, para gloria del FBI, aunque esa parte de la película casi se detiene cuando Mollie se tambalea al borde de la muerte, como lo indican las visiones del búho que su madre identificó como un presagio antes de su propia muerte. En una escena escalofriante, esta mujer alguna vez orgullosa, estoica e incluso indignada mira a su marido en su rostro barrigón y patético y exige saber qué le dio. Scorsese construye el prolongado clímax de la película en torno a la elección de Ernest: ¿protegerá a King hasta el amargo final, o testificará contra su tío y tal vez salvará a Mollie en el proceso? La decisión se reduce al destino de sus hijos, quienes de alguna manera no recibieron mucha atención en las tres "cortas" horas de ejecución.

Entonces, ¿cómo justifica Scorsese ese maravilloso tiempo? Al rodar la película en Oklahoma, él y el director de fotografía Rodrigo Prieto sumergen al público en la comunidad rica en petróleo, presentando carreras callejeras y desfiles en el centro,  en compañía de una cinematografía que glorifica la colorización natural que representa a los nativos americanos y los campos terrenales de Oklahoma, y la rusticidad de la época. Los picnics y los congresos aportan algo más que valor de producción, ya que sitúan esta increíble historia en un lugar y un tiempo singulares.

Sin embargo, ni eso, ni la supuesta complejidad de los casos de corrupción, ni siquiera la detención en los detalles justifican este estiramiento tan innecesario de tiempo, donde se siente más como una larga carta de súplica de perdón, buscando con desesperación redimirse por alguna culpa ante los hechos que ocurren en la historia, y por lo tanto termina siendo una apropiación errónea de una historia que no le corresponde contar. Se siente extraño, Marty... desde mi punto de vista, te quedan mejor las historias de gangsters y crímenes en New York. Pero lo más cruel ocurre en una de las escenas finales, donde un programa de radio respaldado por Hoover intenta resumir lo sucedido en el juicio final. Es una forma brusca de envolver una película que hasta ahora se ha tomado su tiempo para narrar la trama. Debería servir como un recordatorio de que nadie le está diciendo que no a Scorsese, o peor, que no está encontrando la mejor manera de darle un cierre acorde a sus películas. 

Que esta crítica no desglorifique lo increíble que fue la película desde una perspectiva actoral, el alto nivel de producción en su cinematografía y diseño, o incluso la musicalización tan cercana al público del que busca un perdón. Le esperan grandes nominaciones y seguro una fuerte competencia con otros grandes títulos del año. Pero que sí sirva como una carta pública a los estudios, productores y cineastas más establecidos de que ya es hora de respetar los tiempos tradicionales de pantalla o pasar la historia por un medidor de hilo narrativo antes de su proyección, aún si su director es Martin Scorsese.


domingo, 15 de octubre de 2023

Crítica Cinéfila: The Exorcist - Believer

Desde la muerte de su esposa embarazada en un terremoto en Haití hace 12 años, Victor Fielding ha criado solo a su hija Angela. Pero cuando Angela y su amiga Katherine desaparecen en el bosque, solo para regresar tres días después sin recordar lo que les sucedió, se desencadena una cadena de eventos que obligarán a Victor a confrontar el mal y, en su terror y desesperación, busca a la única persona viva que ha presenciado algo así antes: Chris MacNeil.



Advertencia: esta crítica contiene spoiler relacionado a The Exorcist: Believer

El mayor acto diabólico que ha ocurrido sobre esta cinéfila fue el autoconvencimiento de que una secuela de “El Exorcista” en 2023 podría realmente aprovechar su potencial. Claro, la trilogía ultradesechable de películas de “Halloween” de David Gordon Green no inspiró muchas esperanzas de que le iría mejor con una franquicia de terror aún más sagrada; por el contrario, sugirió que el ex favorito de las películas indies estaba empeñado en destruir hasta el último rastro de la promesa que alguna vez mostró en la industria cinematográfica. Y claro, el vertiginoso acuerdo de distribución de 400 millones de dólares que poseyó a Green para resucitar este clásico siempre iba a ser una bendición a medias, o quizás más bien una terrible maldición, para una película convencional cuyo atractivo en el mercado se basa en nuestros recuerdos colectivos de un preadolescente, como la imagen de una niña penetrándose un crucifijo mientras gritaba: "¡Deja que Jesús te folle!" 

Pero el hecho de que vivamos en una época de histeria derechista y pánico moral renovado parecía como si pudiera ser (debería ser) una invitación a canalizar el espíritu de William Friedkin y hacer algo que pareciera incluso una fracción tan transgresora como lo hizo la original de 1973. Después de todo, la propiedad pertenece a un subgénero que inherentemente reafirma el dogma cristiano y, por lo tanto, se le concede un permiso especial para traspasar los límites de lo que el público que asiste a la iglesia está dispuesto a soportar.

A pesar de la controversia que el clásico de Friedkin provocó entre el grupo puritano, “El Exorcista” es, en última instancia, tan “basada en la fe” como cualquiera de las películas que se pueden ver anunciadas hoy en Fox News, pero aún así menos terrorífica que cualquier otro clásico de terror, y esperaba que devolver la serie a sus raíces le permitiera a Green tener la oportunidad de reimaginar "Pazuzu" (el demonio que poseyo a la inocente Regan) para una generación de padres estadounidenses que han sido condicionados a temer a un millón de hombres en un país cuyas leyes y clima político reaccionario representan una amenaza mucho más directa para sus hijos. 

Mi fe estaba profundamente equivocada, no sólo porque “The Exorcist: Believer” es una película hiperconservadora que pasa todo su tiempo torturando a su personaje principal por priorizar el bienestar de su esposa sobre la seguridad de su feto (una elección que no se nos revela hasta el final), sino también porque lo único que esta infernal sesión de espiritismo realmente considera sagrada es su propia propiedad intelectual. Una película execrable que casi no se redime con nada más que la bien modulada actuación principal de Leslie Odom Jr. y la sensación ambiental de inquietud que Green proyecta durante la primera mitad de la historia, "Believer" es tan creativamente cobarde y desprovista de sus propias ideas que todo su concepto de sacrilegio se limita a poner en peligro el legado de su franquicia. 

Quizás ese no sería un punto conflictivo si “Believer” no hiciera también un trabajo tan perezoso al exhumar el legado de su franquicia. De hecho, es difícil pensar en algo más condenatorio en cualquier película reciente que la escena en la que los demonios dentro de los preadolescentes poseídos de Green intentan demostrar su impiedad repitiendo exactamente la misma línea de diálogo que irritó al público hace 50 años. Si se hace un esfuerzo nominal para dar a entender que estamos tratando con el mismo demonio que una vez hizo que Linda Blair se sintiera mal durante un largo tiempo, eso en realidad hace que al final resulta aún más vergonzoso: el mal nunca descansa y, sin embargo, medio siglo de tiempo de preparación todavía no fue suficiente para que a este príncipe de las tinieblas se le ocurra algún truco nuevo.

Supongo que eso es de esperarse en un momento en el que estas secuelas se sienten legalmente obligadas a ofrecer más de lo mismo. Basado en una historia atribuida a Green, Scott Teems y Danny McBride, el guión de Green y Peter Sattler reproduce los detalles exitosos de El Exorcista desde el principio, ya que hace eco al llevarnos a un país sofocante y "exótico" lejos de donde se desarrollará la mayor parte de la acción. En lugar de Irak, “Believer” se abre en Haití, y en lugar de un prólogo ambientador impregnado de una atmósfera misteriosa, comienza con un sobresalto barato.

Por supuesto, lo más aterrador de esta secuencia inicial no es la pelea de perros en las calles de Puerto Príncipe, sino más bien el hecho de que alguien pensó que era una buena idea utilizar con ligereza el terremoto de 2010 que mató alrededor de 316,000 personas como contexto de la elección que el turista estadounidense Victor Fielding (Odom) se ve obligado a hacer entre su esposa demasiado embarazada para viajar y el feto que parecía que iba a salir literalmente en cualquier momento. 

Corte a: trece años después, cuando Victor es un padre soltero que cría a su hija Angela (Lidya Jewett, impresionantemente comprometida), en un suburbio de Georgia tan maduro para Satanás que Ann Dowd es su vecina de al lado. Ella es muy distinta a Victor, como una enfermera de la sala de emergencias cuyo exceso de entusiasmo disfraza una preocupación genuina en lugar de un motivo oculto relacionado al culto, pero se vuelve difícil notar la diferencia después de que se revela que ella es una ex monja. quien todavía se arrepiente del aborto que tuvo antes de tomar sus votos. 

De todos modos, Victor es tan sobreprotector con Angela como cabría esperar, por lo que es un momento decisivo cuando acepta dejar que su hija vaya a casa de su amiga Katherine (Olivia O'Neill) después de la escuela. Ángela le dice que van a hacer la tarea juntas, pero solo porque su padre probablemente diría que no si ella le contara sus planes reales para la tarde: caminar hacia el bosque espeluznante en las afueras de la escuela, adentrarse en una pesadilla hundida de algún tipo y abrir accidentalmente un portal al infierno en un esfuerzo equivocado por comunicarse con la madre de Ángela. Los detalles de sus travesuras se describen a grandes rasgos porque la primera mitad de la película está impulsada por el misterio de lo que realmente les pasó a esas chicas y por qué desaparecieron durante tres días enteros (como Jesús, vaya sorpresa) antes de reaparecer en una granja al azar a unas 30 millas de distancia. 

Por supuesto, no es un gran misterio para nosotros, porque sabemos que esta película se llama "El Exorcista", incluso si todavía tenemos que descubrir que, en ningún momento presentará a un exorcista real. "Believer" opta en cambio por una coalición multirreligiosa de aficionados que incluye a un sacerdote local inútil, una espiritista interpretada por el actriz Okwui Okpokwasili, y los padres evangélicos de Katherine, cuya fe sacudida es reemplazada por el tipo de confianza divina única en cristianos blancos de clase media alta en un país que cada día se vuelve menos secular.

Una escena tibia en la que la recién poseída Katherine asiste a los servicios del domingo por la mañana personifica lo terrorífica que pudo haber sido esta película, pero "Believer" de todos modos prefiere malgastar ese momento con un breve tramo en el que los padres de las niñas luchan por encontrarle sentido a lo que les pasa a sus hijas. Odom hace un buen trabajo interpretando la confusión desgarradora; su rostro hace palpable el miedo de no poder comprender o proteger a su hija (ya sea que estén habitados por Satanás o simplemente atravesando la pubertad), y Green aprovecha ese miedo en la secuencia directa pero efectiva en la que Víctor se da cuenta de que el horror es proveniente del interior de la casa. 

Por desgracia, cualquier indicio de profundidad o textura se pierde más rápido una vez que todos están de acuerdo en que Angela y Katherine están poseídas, un diagnóstico que no deja mucho lugar para el escepticismo, pero sí escenas de diálogo llamativas sobre lo difícil que es para Víctor aceptar cosas fuera de su sistema de creencias, después de que las niñas empiezan a tener brotes y a oler mal, dos cosas que nunca les pasarían a niños de 13 años bajo ninguna otra circunstancia... aparentemente. No ayuda que el diablo sea presentado como poco más que un troll del nivel de Deadpool que piensa que es gracioso saber que está en una película de “El Exorcista”. Su movimiento característico es simplemente recordarle a la gente sus compromisos morales más inquietantes, como si no pensaran en ellos todos los días de sus vidas; como si Víctor se hubiera olvidado por completo de la vez que vio a su esposa muy embarazada morir aplastada en un terremoto hasta que un demonio tuvo el descaro de recordarlo por él.

Y entonces Víctor hace lo que aparentemente cualquier padre haría en esta situación: toca a la puerta de la veterana de “El Exorcista”, Ellen Burstyn, en su casa de la playa que ella aparentemente compró con su parte de esos $400 millones, y le pide consejo. La aparición de Burstyn es discreta e hilarante por la desconexión entre la temblorosa seriedad de la voz de la actriz y la energía de su personaje. Green intenta reconciliar esas vibraciones conflictivas alejando a Chris MacNeil de la hija que casi pierde en la película original (lo que se convierte en otra oportunidad más para avergonzar a Víctor por el pecado que cometió durante el prólogo), pero ni siquiera la fuerza combinada del Cielo y el Infierno sería lo suficientemente poderoso como para salvar a “Believer” de desinflarse por completo una vez que llegue al pasado. 

Todo lo que queda en ese punto es el exorcismo en sí, filmado con toda la tensión de un sermón del domingo por la mañana mientras se desarrolla un dilema moral que una vez más obliga a los padres de la película a tomar una decisión de vida o muerte sobre sus hijos, como si estuviera poniendo a prueba a Víctor para ver si ha aprendido a no intervenir en el plan de Dios. “Ten fe”, le dice Chris a él (y creo que a la audiencia también). Para cuando “The Exorcist: Believer” llega a su apropiada y mediocre escena final, se vuelve casi imposible argumentar que tener mala fe en las secuelas es mejor que simplemente dar una nueva oportunidad. Creo que ni en esta vuelta Green tendría la oportunidad de salvar su propio renombre y volver a su antiguo género.


domingo, 8 de octubre de 2023

Crítica Cinéfila: Croma Kid

Durante la década de los años 90, Emi (Bosco Cárdenas), un típico preadolescente malhumorado que ama la música, siempre se siente avergonzado por su familia y sus hazañas como magos en la televisión. Pero su vida toma un giro inesperado cuando, durante una visita a los estudios de grabación, descubre un dispositivo analógico que causa que su familia desaparezca en medio de una filmación. 








Pablo Chea, el hijo de reconocido cineasta Claudio Chea, hace su debut en el cine dominicano con una película que se puede colocar en la lista de referencias de películas que honren la evolución y trascendencia de la producción audiovisual dominicana. Con una diversidad de actores que toman sus roles como si el guión fue escrito pensado en ellos, y una colorización que permite trasladarnos directamente a la época de los 90, Cromakid es una película sobre la búsqueda del rol propio en este mundo y cómo esto permitirá encontrar el camino hacia los grandes desafíos que la vida vaya presentando.

La película inicia con un joven que llega a un estudio con el fin de transcribir unas cintas de VHS. Así cuenta la historia de cómo su interés por la producción y el croma viene de sus padres y su abuelo, quienes desde su niñez tenían un programa con usos de croma para crear efectos visuales y fondos de escenografía diversos. A pesar del poco presupuesto, lograban sacar distintos proyectos gracias a que cada uno cumplía con un rol: Lito (Jaime Pina) era el encargado de la parte creativa como la grabación y el montaje, mientras que su hija Daniela (Nashla Bogaert) se encargaba de la logística y la organización de los programas, y Brandon (David Maler) era el compañero de rutinas de Daniela y apoyaba en la toma de desiciones - a veces no bien calculadas - de las producciones.

Al haber crecido en una dinámica familiar poco convencional, Emi (Bosco Cárdenas) evidentemente no es tu niño convencional: llama a programas de radio para grabar las canciones que él mismo solicita, juega con el croma a crear efectos visuales poco realistas y tiene una gran naturaleza para meterse en problemas en el colegio sin siquiera llevar una postura de niño rebelde. De esta manera va viendo las herramientas audiovisuales como más que una manera de entretener a un público, y por eso se avergüenza de sus padres y su contenido; si se hubiese desenvuelto en un mundo moderno, seguramente Emi se hubiese viralizado al difundir sus videos experimentales y artísticos.

Sin embargo, y a pesar de las dificultades financieras que la familia afronta, el equipo ha decidido dar el gran paso de dejar de hacer el contenido de su programa casero y se va a un estudio donde, aún con el costo de renta que significa, deciden darle la oportunidad. Emi, quien en su primera visita al estudio se logró apropiar de un anticuado lector de croma para repararlo en casa y hacer sus experimentos visuales, es testigo de la desaparición inexplicable de sus padres en medio de la primera grabación en el estudio. A pesar de toda la ausencia de lógica alrededor de este hecho, él siempre tiene la percepción de saber cómo resolver este gran misterio, y cuando logre descubrirlo, descubrirá a su vez por qué el croma siempre le llamó la atención.

A pesar de la estructura narrativa pasiva que mantiene la historia a lo largo de la película, esto obliga a quedarnos en los personajes, empatizar con sus necesidades y sufrir con sus crisis emocionales. El hecho que estos se resuman a cuatro personas permiten que la conexión entre ellos y hacia afuera mantenga su esencia. A pesar de que parecerían ir a la par en cuanto a protagonismo y perspectiva narrativa, el punto de vista lo carga Emi de Bosco, quien a su corta edad logra guiar a la audiencia a través de los ojos de un niño de los 90, con una carga emocional pesada: una actitud de mini-adulto por la falta de un adulto real en casa, la independencia para resolver lo que sea (hasta si esto es un aparato tecnológico que seguramente solo la generación X o expertos en materia audiovisual que trabajaron en esa época lo entendería) y el florecimiento de atracción hacia alguien que, a pesar de la diferencia de edad y lo diferente que es a él, parecería tener un interés por él.

Aunque el Departamento de Arte se la lució con las ambientaciones de la casa familiar, la escuela y el estudio, con colores que casi teletransportan a la perfección a un tiempo que a lo mejor mucho solo conocen por el cine y otros lo tomarán como un llamado nostálgico de su época dorada, la verdadera sorpresa la dan las actuaciones envolventes y motivadoras. Nashla Bogaert se destaca de todos, no solo porque es la única mujer del cast principal, sino más bien por salirse del papel que la tenían encasillado desde hace un buen tiempo y darle carácter y autoridad a la historia, convirtiéndose en el toque realista de lo que se puede o no hacer en el mundo artístico en el que se mueven. Su Daniela se siente como un grito de madurez a su carrera, uno que espero se lo permitan porque ella es muy merecedora de papeles que resalten tanto su belleza física como su profesionalidad en la actuación. Lo mismo ocurre con David Maler quien se convierte, tanto física como psicológicamente, en el alivio cómico de la película; claramente, Daniela es la figura maternal que se asegura de que todos mantengan una rutina en casa, mientras que Brandon parece representar el desequilibrio que su rectitud necesita. Jaime Pina como Lito representa la ternura y libertad que todo abuelo debe representar para un niño.

Entre el rejuego de escenografía, vestuario adecuados a los 90, una musicalización orgánica y envolvente, y un conjunto de talentos entremezclados que se salen de sus roles más tradicionales, "Croma Kid" se siente como un homenaje a una época, a la profesión de creación audiovisual para entretener, y al mismo medio de comunicación y cómo ha evolucionado. Pablo Chea se convierte en un excelente narrador, claro del enfoque que quiere darle, las emociones que quiere evocar y el recuerdo que pretende prevalecer,  con un lenguaje distintivo que marca su sello particular narrativo y que, aunque no parece tener la intención de replicar la forma en que su padre contaba historias, sí se sentiría como una carta de amor a quien seguro lo impulsó a seguir esta carrera.


Crítica Cinéfila: Fair Play

Recién comprometidos, Emily (Phoebe Dynevor) y Luke (Alden Ehrenreich), una próspera pareja de Nueva York, no se cansan el uno del otro. Cuando surge un codiciado ascenso en su despiadada empresa financiera, los intercambios de apoyo entre los amantes comienzan a agriarse hasta convertirse en algo más siniestro. A medida que la dinámica de poder cambia irrevocablemente en su relación, Luke y Emily deben enfrentarse al verdadero precio del éxito y a los desconcertantes límites de la ambición. 



Con el andar de los años y los estilos narrativos que se introducen anualmente en los festivales, Sundance ha demostrado ser una burbuja que siempre tiene la posibilidad de incluir más que solo el cine independiente. "Fair Play" es uno de esos casos, un drama financiero muy inteligente, ambientado dentro de un fondo de cobertura despiadado de Nueva York, pero también es un thriller romántico que analiza la pasión sexual (y la política sexual) en la era posterior al #MeToo. Es una de las pocas películas de Sundance que podría abrirse paso en el mundo real, y en un momento en que películas como “Tár” y “The Fabelmans” han tenido problemas por sus temáticas controversiales, eso la convierte en un bien escaso. Pero la clave del éxito potencial de esta película no es sólo que esté realizada en un género comercial. Es que “Fair Play”, si bien está llena de sexo, dinero, puñaladas corporativas por la espalda y muchas otras cosas que son divertidas de ver, realmente es una buena película.

Escrita y dirigida por Chloe Domont, directora de series de televisión como“Billions”, “Ballers” y “Clarice”, hace su debut con esta trama y ha creado una de las pocas películas ambientadas en el mundo financiero que da exactamente en el punto de cómo hacerlo bien entretenido y analítico a la vez (la jerga de los números, los sistemas de riesgo/recompensa, la camaradería y la traición entre colegas); lo logra de una manera que la hace lo suficientemente auténtica como para permitirnos creer que estamos viendo este mundo como realmente es, y no una versión demasiado simplificada de Hollywood. “Wall Street”, en los años 80, era un drama financiero que sabía cómo hablar. Más recientemente, esas películas incluyen “Boiler Room” (2000) y “Margin Call” (2011).

“Fair Play” se une a su exitosa compañía, y parte de lo entretenido es que los personajes, al analizar en qué posiciones están, hablan de una manera tan rápida y densa con información privilegiada que la película no nos pregunta si la conocemos lo suficiente para estar al día con cada palabra. Nos pide que asimilemos la lógica subyacente de las transacciones: cómo cada decisión de comprar o vender se basa en el conocimiento sobre las empresas a las que los analistas se han conectado con una facilidad inquietantemente asombrosa. Es como si estuvieran apostando no a hologramas 3D temblorosos cuyos perfiles cambian constantemente.

En el centro de la historia están Emily (Phoebe Dynevor) y Luke (Alden Ehrenreich), a quienes conocemos en una boda, donde están lo suficientemente borrachos y enamoradizos como para colarse en el baño para un "polvo casual". En el fragor de la acción, Luke deja caer un pequeño objeto metálico al suelo; es el anillo de compromiso que planea ofrecerle a Emily. Él lo hace, ella acepta y regresan a su deteriorado pero espacioso apartamento cerca de Chinatown. A la mañana siguiente, salen juntos de camino al trabajo, luego se separan y toman direcciones opuestas. Pero en la siguiente escena, suben juntos en el ascensor, conversando falsamente el lunes por la mañana, cuando llegan a las oficinas de One Crest Capital.

Ambos trabajan allí como analistas, pero han mantenido en secreto su relación romántica. Como aprendemos, no es porque sean muy privados; es porque la relación viola la política de la empresa. La película utiliza esta situación post-#MeToo, del mundo demasiado real, para producir escenas que aprovechan un nuevo sabor de drama de oficina, ya que los dos tienen que actuar estudiadamente indiferentes el uno con el otro. Pero después de que despiden al “Product Manager” (o PM) del fondo de cobertura y este destroza su oficina con un palo de golf en una rabia, su puesto queda repentinamente vacante, y Emily, inclinada sobre la pantalla multicolor de la computadora de Luke, no puede resistirse a contarle sobre el rumor que ha oído: que el puesto va a ser para él. En cambio, Emily recibe una llamada durante la madrugada, convocándola al centro de la ciudad para tomar una copa con Campbell (Eddie Marsan), el jefe y dueño de la empresa. Le hace saber a Emily que es ella quien será la nueva gerente.

Tan pronto como le da la noticia a Luke, él reacciona de una manera perfecta en un libro de texto, en su forma de cálida felicitación y apoyo. Cuando dice: "Estoy orgulloso de ti", lo hace con una sonrisa arrugada de sinceridad. Pero es una señal de lo sutil que es “Fair Play” en el hecho de que no necesitamos ver la decepción subyacente de Luke al instante; podemos leerlo en la vibra de Alden Ehrenreich. No es tu típico matón abusivo; es un motor y agitador cerebral. Y eso lo hace perfecto para interpretar a un aspirante a experto en finanzas que ha aprendido a mantener sus pensamientos en secreto y ahora tiene que hacerlo incluso en su relación amorosa.

A Luke se le asigna ser el analista de Emily, lo que significa que trabaja directamente bajo sus órdenes; él hace recomendaciones sobre qué activos líquidos negociar y ella decide. Podemos saber cómo va a ir esto tan pronto como él se demore en responder una de sus solicitudes de correo electrónico (solo espera unos 30 segundos, pero la lentitud lo dice todo). Y cuando hace una petición urgente para una compra, y resulta que su información era incorrecta y el comercio se hunde, la situación estalla. La reacción del empresario al enterarse de que el fondo ha perdido millones no es agradable. De hecho, es impactante. Él llama a Emily "fucking dumb bitch" en su cara. Pero se supone que debemos entender que el lenguaje abusivo, incluso en esta época, está ahí para significar el culto a la crueldad de los fondos de cobertura, un culto del que Emily, como todos los presentes, quiere ser parte, por lo que se calla al respecto. Y cuando ella hace un intercambio, basado en una corazonada propia e ignorando una sugerencia de Luke, que se esta se convierte en una bonanza y todo está perdonado. A la mañana siguiente, ella entra triunfante y Campbell le da una comisión: un cheque por $575,000 dólares.  

En la oficina de One Crest, usted es un ganador o un perdedor. Y lo que aprendemos, junto con Emily, es que casi todos los presentes han sido designados perdedores. Después de aproximadamente dos años, a menos que hayas saltado al siguiente nivel, se espera que metas el rabo entre las piernas y te vayas. Emily ha escapado de este destino. ¿Pero Luke? No tanto. Es un perdedor en la empresa simplemente porque no es uno de los (pocos) ganadores en términos de bonanzas, y el gusano de la duda que comienza a carcomerlo asoma la cabeza cuando le pregunta a Emily, con aparente inocencia, si su jefe abusó de ella. En una película menor (por ejemplo, si “Fair Play” hubiera sido realizada por Adrian Lyne de los años 90), la paranoia de Luke sobre la infidelidad se habría expandido en él y se habría apoderado de él. Pero aquí el punto es mucho más astuto. Realmente no le preocupa la infidelidad. Está utilizando la perspectiva para socavar la competencia de Emily, para decir, en esencia, “el jefe puede tener planes para ti. Esa es la verdadera razón por la que conseguiste este puesto”.

Emily, a los ojos de Luke, no puede ganar. Sale con los gerentes de alto nivel a tomar unas copas, incluso los acompaña a un club de lap-dance, donde sigue el juego de su actitud de fraternidad, porque sabe que eso es lo que tiene que hacer; ella tiene que estar en el club de chicos para ser ganadora. Pero cuando Luke la critica por ello, pellizcándola con la sombría condena: "No te pareces a uno de los chicos", es una gran línea que cristaliza la paranoia masculina #MeToo. Él está diciendo: "Maldito sea si lo haces, maldito si no lo haces". El diálogo entre la pareja se convierte lentamente en una tormenta de juegos de poder. Es como el gran argumento sobre el restaurante al principio de “Triangle of Sadness” que ojalá Ruben Östland hubiera podido sostener.

La oficina de un fondo de cobertura es un lugar único, a años luz de la mayoría de nosotros, pero Chloe Domont usa la oficina aquí para canalizar algo sobre el espíritu de nuestro tiempo. Hay muchas justas obscenas y el parloteo financiero hace que los personajes suenen como computadoras en Adderall, pero no hay verdadera bonhomía, no hay alegría fuera del ping momentáneo hacia el próximo trato. La deliciosa interpretación de Eddie Marsan como Campbell encarna la nueva era. Es despiadado y omnisciente, con una mirada que podría atravesar un glaciar. Los hombres en la oficina (y sí, casi todos los hombres) reconocen que han creado una cultura de sociópatas y eso les parece bien. Pretender lo contrario no es ganar. Tu único dios es el mercado.

¿Luke está celoso de Emily? Definitivamente. Pero “Fair Play” es una buena película porque sus celos expresan algo más grande: la forma en que la energía del "futuro es femenino" de su promoción afecta su lugar en el universo. Y una vez que él revela sus verdaderos colores, Emily también lo hace, para nuestra sorpresa. Ella deja salir lo que estaba reteniendo, y la actuación de Phoebe Dynevor, que ha sido a la vez ardiente y contenida, estalla de una manera que no esperábamos. Emily se ha ganado su lugar entre los gladiadores, algo que Luke ha dicho que apoya pero que inmaduramente demostró que no lo tiene. 

Los mayores puntos fuertes de la película son su guión nítido y sus fenomenales actores principales, quienes ofrecen interpretaciones comprometidas que oscilan entre un pragmatismo despiadado y una emocionalidad explosiva. Dynevor le da a Emily una complejidad que la hace siempre atractiva de ver, y Ehrenreich, que no ha estado mucho desde "Solo: A Star Wars Story" de 2018, captura perfectamente la toxicidad de un hombre egocéntrico que ha comprado completamente la propia posición que ocupa en la oficina. "Fair Play" sostiene que, para los ultraambiciosos, el capitalismo engendra una enfermedad que puede destruir todos los demás aspectos de la vida de una persona, sobre todo si es hombre. Por suerte para nosotros, los resultados son electrizantes y perversamente emocionantes.


miércoles, 4 de octubre de 2023

Crítica Cinéfila: Sex Education, 4ta y última Temporada

Tras el cierre del instituto Moordale, Otis y Eric se enfrentan a un nuevo reto: su primer día en el instituto Cavendish Sixth Form. Otis está nervioso por la creación de su nuevo consultorio sexual, mientras que Eric reza para no convertirse en perdedores de nuevo. Pero Cavendish es un choque cultural para todos los estudiantes de Moordale; ellos pensaban que eran progresistas pero este nuevo colegio es otro nivel. 



En el transcurso de cuatro años, Sex Education ha creado numerosas estrellas (Ncuti Gatwa y Emma Mackey), galones de vergüenza vaciados y los momentos más gráficos que cualquier otra serie convencional en las mismas transmisiones. Pero ahora, lamentablemente, ha llegado el momento de decir adiós a los alumnos, profesores y padres locos por el sexo de Moordale.

Al compensar las lamentablemente inadecuadas lecciones de S.E.X.O. del sistema educativo del Reino Unido (¿quién más recuerda que le enseñaron a poner un condón en un plátano?), cuando se lanzó Sex Ed en 2019, se atrevió a imaginar un mundo donde los adolescentes pudieran realmente obtener consejos confiables para los problemas que plagaban entre ellos sobre una sexualidad integral, incluso si ese consejo vino de una 'clínica sexual' clandestina dirigida por uno de sus alumnos que intercambia conocimientos por dinero en efectivo.

Esto es Skins reinventado por la Generación Z. Atrás quedó el realismo descarnado y el sexismo casual de los años noventa; en su lugar hay paredes en colores pastel, interiores americanos de los años cincuenta y una aceptación incondicional de todas las formas de expresión sexual y de género.

Y realmente despegó, convirtiéndose en una de las comedias dramáticas más populares de Netflix. Es fácil ver por qué, con escritos brillantemente divertidos y conmovedores sobre personajes adorables. Desde el matón reformado Adam que aceptó su bisexualidad hasta la identidad no binaria de Cal (sin mencionar sus luchas para ser tomade en serio por la tensa directora de Moordale), este era un espacio seguro tanto para adolescentes como para adultos. Incluso hubo una historia sobre la ruptura matrimonial y la depresión para el desamparado director Groff de Alistair Petrie que a cualquiera le pega en la llaga del corazón.

Pero con la llegada de la cuarta temporada, la serie alcanzó su clímax y los creadores lo describieron alegremente como una “última temporada espectacular”. 

Tras el cierre del instituto Moordale, Otis y otros estudiantes se enfrentan a un nuevo reto: su primer día en el instituto Cavendish Sixth Form. Otis está nervioso por la creación de su nuevo consultorio sexual, mientras que Eric reza para no convertirse en perdedores de nuevo. Pero Cavendish es un choque cultural para todos los estudiantes de Moordale; ellos pensaban que eran progresistas pero este nuevo colegio es otro nivel. Hay yoga diario en el jardín comunitario, un ambiente de sostenibilidad muy fuerte y un grupo de chicos que son populares por ser... ¿amables? Viv está totalmente atraída por el enfoque no competitivo, dirigido por los estudiantes, mientras que Jackson sigue luchando por olvidar a Cal. Aimee prueba algo nuevo haciendo un curso de Arte y Adam trata de resolver si la educación convencional es para él. En Estados Unidos, Maeve vive su sueño en la prestigiosa Universidad de Wallace, donde recibe clases del escritor Thomas Molloy. Otis suspira por ella mientras se adapta a no ser el hijo único en casa, ni el único terapeuta en el campus.

Si bien la primera temporada comenzó con Otis y Eric como parias sociales en Moordale, esta vez están ingresando a su último año de sexto curso en el nuevo y decididamente más liberal Cavendish Sixth Form College. El tenso Otis de Asa Butterfield es golpeado de frente con su sueño de la clínica sexual por O de Thaddea Graham: una terapeuta sexual profesional que gobierna Cavendish con mano de hierro. Mientras se pelean, se comienzan a entrelazar las demás historias y todo tipo de recién llegados con los que lidiar mientras tanto: es audaz, dado que solo quedan ocho episodios para concluir más de 10 arcos de personajes.

Lo cual es una pena, porque hay algunas historias fantásticas a las que realmente se les debería haber dado más espacio para respirar. El siempre fabuloso Eric (Gatwa) de repente se convierte en uno de los niños populares después de hacer click con la pareja de moda de Cavendish, Abbi y Roman (Anthony Lexa y Felix Mufti); Ruby (Mimi Keene) lucha con la pérdida de su estatus de abeja reina; Cal (Dua Saleh) comienza su viaje hacia la transición y Jean (Gillian Anderson) se convierte en la presentadora de un nuevo programa de radio.

En su mayor parte, estas historias se hacen malabarismos hábilmente, reuniendo a los personajes de maneras nuevas e interesantes para ver qué tipo de chispas vuelan: el mejor ejemplo de esto sería Isaac (George Robinson) entablando amistad con Aimee (Aimee Lou Wood). Desafortunadamente, el gran volumen de hilos narrativos significa inevitablemente que algunos también se quedan en el camino.

Maeve, interpretada por Emma Mackey, es una de estas víctimas: es desterrada a Estados Unidos durante la primera mitad de la temporada, donde estudia en el prestigioso curso de escritura al que ingresó al final de la tercera temporada. Privado de la presencia efervescente y fuera de lugar de Mackey, el resto de la serie lucha ligeramente, a pesar de que Dan Levy hace un cameo divertido como su difícil tutor de escritura. ¿Y qué pasó con Jakob (el atractivo fontanero sueco de Jean) y su hija Ola (Patricia Allison)? A pesar de ser una parte fundamental de las temporadas uno a tres, ni siquiera aparecen, por razones que solo se insinúan y se sienten más bien calzados.

En este caleidoscopio, Eric de Gatwa es probablemente el que más roba escenas: fascinantemente observable, tratando de reconciliar su fe con su identidad como un hombre gay orgulloso (lo que da lugar a algunos de los momentos más extravagantes de la serie), y aceptar el hecho de que tal vez él y Otis se estén distanciando. Si alguna vez lograran convencer a Gatwa para que hiciera un spin-off en solitario, lo vería.

Al tratarse de educación sexual integral, ningún tema está prohibido. A lo largo de cuatro años, los productores de la serie han discutido todo, desde agresión sexual (Aimee, en una de las subtramas más conmovedoras) hasta ser sorprendido masturbándose en el auto de uno de sus padres. En ese sentido, en esta temporada también se pueden encontrar momentos significativos y deslumbrantes. Mientras Jean (Anderson, magnífica como siempre) lucha contra la depresión posparto después del traumático nacimiento de su hija Joy, Otis muestra accidentalmente una de sus fotos íntimas a toda la escuela, en una escena que me hizo querer arrancar el enchufe fuera de mi televisor.

Todo parece como si la serie estuviera funcionando a una velocidad vertiginosa: enumerando incidentes de crecimiento significativo, el romance, el miedo y la emoción que conllevan crecer hasta la edad adulta. Afortunadamente, queda química más que suficiente para que todo funcione. Todo el elenco está en plena forma, y ​​es imposible no apoyarlos, y Sex Education resiste la tentación de conformarse con los finales más fáciles. En cambio, elige sabiamente aceptar el cambio: esta serie sobre educación sexual puede haber desaparecido, pero las lecciones que enseñó permanecerán.