Un narrador anónimo se acerca a la casa de Usher en un "día aburrido, oscuro y silencioso". Esta casa, propiedad de su amigo de la infancia, Roderick Usher, es sombría y misteriosa.
Imagínese si Succession no fuera un drama de prestigio sino una telenovela diurna/gótica y, por alguna razón, tuviese un episodio de Halloween. Ese es el tipo de tono que les espera con "The Fall of the House of Usher", la versión sangrienta, exagerada y muy entretenida de Edgar Allan Poe del director Mike Flanagan. Ésta no es una adaptación reverente de Poe; en cambio, es más una interpretación de sus temas de egoísmo y arrepentimiento, utilizados como base para una historia completamente inventada por el creativo del universo de "Haunting".
Durante sus años al servicio de Netflix, las aproximaciones de Mike Flanagan al material ajeno se han definido, en buena medida, por una única relación con los autores a los que revisa desde el presente sin necesidad de violar sus narrativas. Los rasgos de estilo ajenos se entreveran con los propios, haciendo de los textos resultantes experiencias donde el cineasta se espeja en los reflejos del pasado que cita, así como sus personajes al obcecarse en transmitir sus relatos, condicionando al espectador a que dictamine su fiabilidad. Con ello, también, nos permite reconocer la capacidad de entender a Flanagan como un autor rotundo y no como un replicante cinematográfico.
Flanagan siempre ha tenido un gran empeño por probar su excelencia, a través de esfuerzos progresivamente más enrevesados, pareciera denotar una necesidad de validación dentro de una estirpe de patrimonio incalculable. Aun cuando probar esa consanguinidad, si queremos llamarla así, acarree una pesada carga. La de exponerse uno mismo ante el juicio comparativo. Al enraizarse sobre otros, al deberles algo, invoca una maldición que condiciona su futuro: ¿puede Flanagan mantenerse por sí mismo? Quienes hayan visto Midnight Mass podrán responder convenientemente a tal cuestión.
Esta disyuntiva entronca con las obras completas de Poe y sustenta la que en particular da título y sirve de marco a "The Fall of the House of Usher": La maldición familiar y la disolución del legado, las deudas del pasado que se cobran en el presente, el tormento de los muertos. Flanagan reaprovecha el cuento de 1839, basado en la existencia condenada de Roderick y Madeline, últimos vestigios de un blasón destinado a desaparecer sepultado bajo las ruinas del hogar familiar, para desarrollarlo, mediante analepsis, en sentido inverso. Aquí, esos dos últimos supervivientes del apellido Usher no son sus descendientes finales, sino al contrario quienes consignan la maldición y la dejan en herencia a sus hijos.
La dinastía Usher está muriendo. Al comenzar, Roderick Usher (Bruce Greenwood), jefe de un imperio farmacéutico multimillonario, está enterrando al último de sus seis hijos adultos. En el funeral escasamente poblado, los fantasmas devastados de los muertos, vistos sólo por Roderick, superan en número a los vivos. Poco después, exhausto por la tragedia y las visiones terribles, Usher se sienta con el investigador C. Auguste Dupin (Carl Lumbly) para contarle las historias de las extrañas y horribles muertes de su descendencia y su propia letanía de crímenes horribles.
Volvemos, pues, a la esencia de la filmografía de Flanagan, el juego de espejos latente ya desde Oculus. Solo que aquí el espejo del mal tiene la personalidad malévola, narcisista y megalomaníaca de Roderick reflejada en sus seis descendientes que parafrasean con sus actos los del padre. Estamos ante un relato omnisciente, conjugado con las perspectivas de cada personaje de la casa, siempre observados por una entidad superior inescapable, incorporada por una magnética Carla Gugino. Su rol, Verna (anagrama de Raven, es decir, el cuervo), se describe desde la sinopsis como un demonio multiforme causante de los sucesos extraños o inverosímiles que afronta cada miembro de la dinastía. Esta cualidad mefistofélica otorga una explicación sobrenatural unívoca al conflicto central de la serie, por más que la narración se envenene de los delirios solipsistas del protagonista, Roderick, actualizada su caracterización en la forma de un multimillonario farmacéutico aquejado de una demencia vascular avanzada. Su enajenación, por tanto, se elucida también en términos médicos precisos.
La sombría historia de cada hijo está ligeramente inspirada en una historia de Poe. Flanagan entrelaza sus vidas y sus muertes para que cada historia alimente a las demás, con la figura de Verna acechándolos a todos, poniendo a prueba su moralidad y encontrándolos deficientes. Está hecho de manera muy inteligente, lo que lo convierte en una epopeya cohesiva en lugar de una antología desconectada.
Destaca la reflexión sobre la inteligencia artificial, campo de trabajo de Madeleine (Mary McDonnell), desde un punto de vista espectral, por el interés en crear dobles artificiales del individuo que trascienden la muerte de este. Esto le permite a Flanagan concebir el transhumanismo como reencarnación del más allá, donde los fallecidos nunca alcanzan el descanso ni la paz, atormentando a los vivos sin reparo posible, a través de mensajes personalizados, de comunicaciones imposibles e insatisfactorias. Es decir, objetualizándolos. Es un equivocado mundo sin dolor, donde todo está al alcance, donde no hay más que contenido para consumir.
"The Fall of the House of Usher" significa la última producción de Flanagan dentro de Netflix, después de seis años (y seis proyectos, tantos como los hijos que engendró Roderick) antes de aliarse con Amazon Studios para desarrollar junto a su socio Trevor Macy nuevos productos televisivos destinados a Prime Video. Tal vez esa ruptura (el director, al fin y al cabo, solo cambia de patrón) magnifique también el carácter discursivo, político de la ficción. Los personajes reflexionan a viva voz sobre el estado del mundo, la lucha de clases, el feminismo y los techos de cristal, mientras la puesta en escena que a la vez organizan el propio Flanagan y su director de fotografía habitual, Michael Fimognari, procuran la ambientación lúgubre que se espera de un relato de Poe. De un relato de ellos mismos, con el que reivindicarse ante ese padre tiránico que simboliza la compañía, aunque sea incidiendo en sus propias señas de identidad, como esa fotografía atenuada, en clave baja.
Así, esta aproximación a la obra de Poe se acerca a otra que dos nobles del terror, George A. Romero y Dario Argento, urdieron en Los ojos del diablo, con sus respectivos segmentos a partir de "La verdad del caso del señor Valdemar" y "El gato negro". Con el primero comparte la noción política del terror, aunque se agradecería la capacidad sintética de aquel, y la concepción de los seis zombis que se le aparecen a Roderick, así como la reflexión sobre la facultad corruptora de la riqueza y el poder; con el segundo, el gusto por lo macabro y el componente arquitectónico del horror, aunque sin alcanzar la plasticidad.
Después de cuatro series para Netflix, incluidas The Haunting Of Hill House y Midnight Mass, Flanagan realmente ha encontrado su ritmo de confianza. Es tan experto como siempre en crear un ambiente espeluznante, pero su forma de contar historias es más hábil que antes. Los proyectos anteriores han tenido un poco de sentimentalismo, pero Usher no se permite finales abrazados ni chicos buenos a quienes apoyar. En cambio, tiene la tarea más difícil de enfrentarse a personas aparentemente irredimibles, preguntándoles qué los trajo aquí y cómo se crean los monstruos. Las respuestas suelen ser interesantes y complicadas. Puede que los hijos no susciten mucha simpatía, pero (en su mayoría) sí se ganan cierta comprensión. Flanagan cuenta con un elenco compuesto por colaboradores habituales, todos ellos bien versados en lo ridículo que es presentar sus actuaciones. Greenwood, quien anteriormente protagonizó la adaptación de Flanagan de Gerald's Game e intervino aquí después de que Frank Langella fuera despedido durante la producción, es excelente como el patriarca de la familia, tan carismático como terrible.
De ello, a la propia idea de la creación desentendida de lo humano. Durante la serie, los diferentes Usher justifican su desmedida ambición, aun siendo los espectadores sabedores de lo injustificable de sus actitudes. No hay posibilidad de elipsis y por ello de ambigüedad. La estructura de los episodios puede hacerse, por momentos, reiterativa, como si transitásemos por las mismas estancias sin tener claridad en la percepción del tiempo y el espacio. La representación del pasado, en todo caso, es menos interesante que su evocación en el presente. Pero esto se pudiese interpretar como el pasar de los tiempos: a mayor extensión, mejor consideración, o eso se estima, y más consumo. Es la coyuntura que impone el estudio con mano dura. Por ello mismo, sobresalen los segmentos donde se antepone la intensidad de las experiencias y el nerviosismo. Disfrútese así el bacanal de introducción que deja en Netflix un lecho espeso difícil de pisar, una vez Flanagan ya ha pasado por esa superficie. Escenas como esa, o como la que resuelve el corazón delator, proyectan la mejor versión de Flanagan como autor del horror, y por ende, donde la esencia de Poe trasluce eterna, inagotable.